Estoy pensando que no hay tanta diferencia
entre hablar y mirar. Decimos que vale más una imagen que mil palabras, rebuscamos
en nuestra cabeza para encontrar esa frase original, elegante, perfecta que
describa el momento que estamos viviendo, lo que sentimos junto a alguien
especial, o un paisaje que sólo nosotros hemos podido contemplar. Y siempre,
aún sin pretenderlo, pensamos como si de una fotografía se tratara.
Descubrimos, casi sin querer, que las imágenes son otra forma de poesía, que
sustituyen en nuestro cerebro a lo que no sabemos, no podemos o no queremos
expresar, que no hay tanta diferencia entre un instante perpetuo y unas
palabras más o menos ordenadas, porque ambas cosas pueden llegar a transmitir
lo mismo.
Me gustan los abrazos, esos que sin querer
me hacen cerrar los ojos al tiempo que me roban una sonrisa que no sabía que
tenía entre los labios. Haced una pequeña prueba, pensad en ese abrazo, ese que
tanto nos gusta, ese abrazo cargado de cariño y de ternura, ahora tratad de
describirlo con palabras… A que no desaparece la imagen de sus brazos
rodeándoos el cuello. Sin duda la imaginación nos permite dar rienda suelta al
deseo, y así, sentir profundamente lo que evoca una imagen, hasta ser capaces
de expresarlo con palabras. Y es este poder el que hace que nos demos cuenta de
que nadie puede dañar nuestros sueños, que en ellos siempre habrá caminos que
se entrecrucen con la realidad para hacerla más llevadera.
Así pues, un poema, se convierte en una
forma de mirar, de capturar un instante, un breve estado de éxtasis, donde
nuestra óptica personal dialoga con ese preciso momento, ese en el que la mente
se sirve de lo que hemos visto antes para crear un trazo continuo, a partir de
una perspectiva basada en la memoria, en la historia, en los sentimientos o en
la captura accidental de un segundo, que no es sino el producto más esencial del
espíritu del ser humano. Y no hace falta analizarlo mucho más, simplemente
dejarse llevar, y que la explosión de las palabras se refleje en una respuesta a
tanta belleza derramada, a ese abrazo, a ese instante frente a un paisaje o
junto a alguien especial…
La estrecha relación entre escribir un
poema y sacar una fotografía hace que cada lector establezca inconscientemente
una especie de revelado natural de cada verso. Cuando se escribe un poema, al
igual que cuando se toma una fotografía, existe una especie de paralelismo
entre lo que buscamos y lo fortuito, lo que queremos expresar y lo que el
lector o el espectador acaba entendiendo. El poema que declara y alude, la
imagen que desnuda y detalla. Nada de esto es realmente tangible, es más como
un visillo que deja entrever una ventana a nuestro interior, a un nuevo día.
Tomar una fotografía o escribir un verso convierte un instante en algo perpetuo, en
algo nuestro.